domingo, 18 de enero de 2009

todo acaba mal


Los cuentos infantiles de final feliz terminan con un "fueron felices y comieron perdices". Al llegar a cierta edad me di cuenta de que ningún cuento podía terminar bien, porque los protagonistas acabarían deteriorándose, y al final llegaría la enfermedad, el dolor, la agonía y la muerte. El final nunca puede ser feliz, por lo tanto. Ni siquiera en las narraciones con protagonista colectivo, en las que un pueblo recupera la paz tras el ataque de un ogro, puede decirse que no llegará un momento en el que la tierra dejará de ser hospitalaria y la humanidad desaparezca. Todo esto se acabará algún día, primero para mí, y después -mucho después- para toda el género humano. Y no habrá nada.
Recuerdo la inseguridad que me produjo hacerme consciente de que la muerte acabaría con todo y todos, y que no había manera de escapar. Ya no hubo narraciones divertidas o alegres, porque simplemente el autor estaba escamoteándonos el final verdadero, deteniendo la historia en un momento bueno. En este sentido, el que escribe decide dónde parar, y si lo que hace es optimista o pesimista. Pero yo no me dejaría engañar nunca más.
Recuerdo concretamente un libro de Asterix, llamado El combate de los jefes, en el que Panoramix, el druida, se golpeaba la cabeza y perdía su facultad de hacer la poción mágica. La base, el respaldo inamovible que hacía de Asterix un personaje invencible quedaba socavado, en este libro y en todos los posteriores, por la posibilidad de anular a Panoramix. Recuerdo con angustia la historia, y el escaso consuelo del final feliz condicionado por la constatación de que el druida era vulnerable y -por lo tanto- Asterix también. No quise volver a leer El combate de los jefes. Aún ahora es el Asterix que menos me gusta.
Siddhartha me gustó mucho, y me alivió del miedo a la vida infructuosa. El protagonista encontraba la satisfacción en la entrega, en la renuncia a luchar por conseguir cosas. Digamos que se conformaba, que se resignaba a esperar tranquilamente la muerte reduciendo las preocupaciones al mínimo; a nada, si podía. No sé por qué -aunque lo intuyo- este libro me calmaba, y reducía mi angustia. Me imagino que respondía a mi ansiedad con un mensaje claro: no pierdas más el tiempo y las fuerzas, y déjate llevar.
Desde niño, soy consciente de que la felicidad es una ilusión limitada en el tiempo, siempre ficticia. Y lo que me mantiene vivo no es más que el instinto, el miedo al dolor y a lo desconocido.
Nada más que eso.

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