sábado, 10 de julio de 2010

fútbol


Me he decidido a volver a escribir, a pesar de que lo que se me resisten el Pulitzer y el Nóbel de Literatura (sí; ya sé que todavía no he escrito nada tan largo como para recibirlo, pero ¿acaso no podrían dármelo por anticipado, como a Obama el de la paz?). No resisto la tentación de decir cuán poco entiendo el fútbol, especialmente en este momento en el que mi país se ve invadido por una fiebre salvaje de afición balompédica. Yo mismo me he sumado a este repentino arrebato y estoy viendo todos los partidos del Mundial que puedo.
Así pues, he tenido que recomponer mis estructuras mentales para asumir que me gusta el fútbol. Porque no puedo soportar la idea de que me gusta como al resto de las personas, con esa tendencia a huir de lo humano, corriendo como posesos hacia lo animal. Como introducción, he colgado un vídeo con la canción que describe lo que pienso del fútbol y de aquellos a quienes les gusta (Canción del Pollino, de Gabinete Caligari).
No entiendo muchas cosas del fútbol, y afortunadamente las que menos entiendo son las más representativas para las burras pardas aficionadas a este espectáculo. No comparto la afición por el ruido, aunque lo comprendo. Ni comparto ni comprendo la violencia de TODOS los aficionados al repudiar al contrario, odiarlo y desearle la muerte. No entiendo esa violencia teatral de cantar a la muerte del otro y amenazarlo con todo tipo de agresiones y atentados, cuando salta a la vista que los que amenazan son personas normales, incapaces de hacer daño a nadie. No me encaja en absoluto. ¿Cómo es posible que el honorable y vacuno cajero de la sucursal del barrio aparezca el domingo en el estadio, profiriendo amenazas a la madre de otro ciudadano igual de gris situado a casi un kilómetro? ¿Qué diferencia a ambos excepto el color de su camiseta? ¿Son reales esas amenazas; serían capaces, al encontrarse frente a frente, de arrancarse los ojos?
Según dicen, esas expresiones de ojalá os muráis todos u os vamos a matar son un ritual de exaltación, y son totalmente ficticias. Ni unos ni otros desean pelearse entre sí. Y eso es lo que no entiendo. Comprendo la violencia perfectamente. Si alguien intentara hacerles daño a mis hijos (daño real, no una pelea entre niños) y yo tuviera ocasión de matar al agresor, lo haría sin pestañear. No es que sea yo, por tanto, un ejemplo de pacifista radical. Lo que no comprendo es que siendo muchos de esos hinchas muchísimo más pacíficos que yo mismo, me sorprendan por su violencia en las gradas del estadio. Y cuando me dicen que no, que no lo hacen de verdad, entonces lo entiendo aún menos. Yo jamás amenazaría de muerte a alguien si no tuviese la intención de matarlo. Por eso no lo entiendo. Se me antoja indigno, extraño y absurdo amenazar a alguien sin tener la más mínima intención de hacerle daño.
La gente vive el fútbol como una manifestación de nacionalismo, o de pertenencia a una comunidad determinada. No les importa que su equipo juegue bien, o que sea legal, sino que gane y machaque a su contrincante. Se sienten miembros de un grupo y eso les hace vivir con menos miedo a la soledad. Eso lo entiendo perfectamente. Pero no lo comparto en absoluto. Es una ficción de la realidad política y social. Viven en una mentira y en ella desfogan sus frustraciones. El fútbol es, según esto, una válvula de escape que mantiene a los hijos de puta que dominan a salvo de revoluciones. No existe un grupo en contra de Repsol, o de Telefónica, o de Endesa. Eso estaría prohibido, porque son los intocables, los que realmente mandan. Puedes atacar al Español o al Real Madrid, pero nunca a una empresa (de las de verdad, que por mucho que intenten constituir a los equipos de fútbol como sociedades mercantiles al final no dejan de ser otra cosa); el capital es intocable hoy en día, y el fútbol es funcional para permitir que esto continúe siendo así.
Y qué decir de las selecciones nacionales. Las selecciones nacionales son otra pamema estúpida para patriotas, como el himno y la bandera. Un grupo alrededor del cual unirse para gritar al contrario, insultarlo y amenazarlo de muerte. Como el trapo de colorines o la musiquilla ratonera de cada país determinado. Una puta mierda sin sustancia alguna ni explicación por la que han derramado su sangre miles -millones- de imbéciles.
Dicen que la vida imita al fútbol. Y estoy de acuerdo. Los equipos menos presuntuosos con frecuencia se quedan en el camino, y los más arrogantes y chulescos se yerguen con el trofeo. Pero como esto me parece injustísimo me alegro de que Italia haya sido descabalgada, con su juego exasperantemente aburrido, protestón, agresivo y pendenciero. También me parece bien que Brasil se haya ido a su casa; porque no soporto a esos jugadores que no hacen más que tirarse para que les concedan falta (quejándose muchísimo si el árbitro no se deja engañar), pero repartiendo leña a sus contrincantes, como si fueran un equipucho de barrio que no tiene otro recurso que la fullería para ganar. Y la selección argentina también está donde merece, después de que su seleccionador hiciese gala de su matonismo en cada rueda de prensa. Y el caso de Maradona es otro ejemplo de algo que no entiendo de la Argentina:
Maradona fue un buen jugador en su momento. No lo sé porque yo lo haya visto -el fútbol jamás me gustó- sino porque todo el mundo coincide en ello. Es un muchacho que procede, como tantísimos futbolistas, de la extracción más baja de la sociedad. El éxito desmesurado se le subió a la cabeza, como a tantos, e hizo de él una persona convencida de su carácter divino, y de que merece todo lo bueno que le pueda pasar. Hasta aquí, todo normal; en cualquier país este hombre habría terminado -de sobrevivir- siendo un bufón, un pálido reflejo distorsionado de lo que fue, un desgraciado personaje motivo de risa o lástima. Pero no en Argentina. La desmesura de las pasiones de los argentinos han hecho que no sólo sea Maradona el que se crea Dios, sino que la totalidad de sus compatriotas confirman su divinidad, y permiten que sea el seleccionador nacional. Y continuando con la farsa, el loco bajito se muestra en todas las ruedas de prensa despotricando contra todos los demás, presumiendo de la superioridad de su equipo y despreciando a sus contrincantes. Si es cierto que la vida imita al fútbol, yo deseo con todas mis fuerzas que la arrogancia sea derrotada, y así ocurrió con Maradona (igual -aunque no tanto- que con Francia, Italia y Brasil), cuyo equipo cayó ante Alemania después de una rueda de prensa en la que el imbécil argentino dijese "¿Qué pasa contigo Schweinsteiger? ¿Estás nervioso?". Pero nadie lo encontró ridículo cuando apareció compungido en la rueda de prensa posterior a la eliminación, como a punto de llorar pero sin arrepentirse en absoluto de su arrogancia anterior; supongo que considera normal comportarse como un ridículo chulito de patio de colegio y al minuto siguiente llorar pidiendo la protección de su maestra. Y ese botarate es el que sus compatriotas recibieron al regresar con aclamaciones, y el que el presidente de la Asociación de Fútbol Argentina eximió de toda culpa cuando dijo que «Es la única persona del país que puede hacer lo que quiere». No puedo entender tantísima indulgencia con esta persona, especialmente por parte de gente tan supuestamente arrebatada como los argentinos. Al final va a resultar que los argentinos son un ejemplo de estoicismo (de esto en el fondo estoy convencido, pero no es este el momento de argumentarlo).
Pero continuando con lo que me ocupa, resulta que la selección española que acude al Campeonato Mundial de fútbol de este año está compuesta por gente humilde, que juega bien sin recurrir a las faltas, el engaño o la queja permanente. Es un equipo del que puedo sentirme orgulloso, regido por un señor flemático que no desprecia ni insulta a nadie, que no hace leña del árbol caído dando saltitos ridículos cuando el equipo marca un gol (porque tampoco soporto a los que se burlan del vencido, ensuciando al mundo y a la humanidad con su actitud), como hacía Maradona. Por eso me alegro cuando la selección española gana, y estaría contento si se llevase la Copa del Mundo. Pero tampoco me molestaría que se la llevase Alemania (aunque ahora eso ya es imposible), porque me ha parecido que es un equipo animado por los mismos valores que aprecio y deseo para mis preferidos. Y me parecería justo también que se la llevase Holanda, por los mismos motivos, aunque un poco menos. No me parecería justo que se la hubiese llevado Argentina, Brasil, Italia o Francia, porque el mundo sería un lugar más bello si los presuntuosos, los crueles y los viles perdiesen siempre, y los humildes obtuviesen su recompensa en el más acá.