martes, 23 de septiembre de 2008

hidroterapia y prosopopeya

Este finde fuimos, mi mujer y yo, a un balneario (hidroterapia) a seguir un tratamiento anti-stress. No voy a hablar de ella porque su derecho a la intimidad podría morderme el culo (prosopopeya), pero en lo que a mí respecta la verdad es que no estaba especialmente estresado. No obstante, por hacerle compañía a ella y huir de mis hijos, fui a ver qué tal.
El sitio es como un hotel situado en un sitio ignoto de la provincia de Ourense; observo que gracias a la moda de los balnearios es posible instalar un gran alojamiento en un lugar remoto y que resulte rentable. Como el edificio está junto al río, la habitación tiene una terraza desde la que tienes una vista memorable (afortunadamente, porque no le hice ninguna foto).
Para recibir el tratamiento primero tienes que ir a buscar un albornoz y una toalla en un mostrador. Si vienes de fuera te cambias en un vestuario, pero si estás alojado puedes irte a la habitación y a partir de entonces deambulas por allí con un albornoz. Existen unas limitaciones al uso del albornoz: no puedes llevarlo en el comedor y la cafetería para comer y cenar; sin embargo, para desayunar se admite, y en la terraza de la cafetería también (el que redactó las normas trabajó antes para una empresa de juegos de mesa).
A la hora concertada para el tratamiento te presentas en la parte de balneario con tu albornoz puesto (y chanclas, bañador y gorro de piscina que debes traer de tu casa), te sientan en unas sillas y esperas a que venga alguien y te llame. En nuestro caso, el tratamiento era el llamado ritual caldaria®, y constaba de baño de burbujas, untarte en chocolate y un masaje. Cuando vino la chica a buscarme (eché de menos que me permitiesen seguir el tratamiento en compañía de mi mujer) me llevó a una cabina con una bañera enorme, echó unos productos y abrió el grifo. Entré allí con mi bañador ajustado (que marca paquete que es una gloria) de lycra y hala, a disfrutar del burbujeo. La sensación de estar sumergido en agua caliente hasta el cuello, con todo aquel movimiento de espuma y burbujas me hizo pensar en un retorno al claustro materno, suponiendo que mi mamá se hubiera metido un alka seltzer por un orificio inadecuado. Es curioso el efecto de las burbujas en el bañador, porque el aire entra y no sale, por lo que se va hinchando hasta que mi entrepierna adquiere las dimensiones de un balón de fútbol; si aprietas, se vacía con el efecto de un pedo submarino. No sé si es que ya estaba predispuesto o si realmente aquello relajaba, pero al rato comencé a echar en falta algo que me sujetase bien para poder dormir (si no tienes agallas -branquias- no es conveniente dormir en una bañera llena). Se supone que la sesión de burbujas termina sola al cabo de un tiempo determinado, pero yo no le di ocasión, porque sin darme cuenta, en un movimiento involuntario abrí el tapón y la bañera se vació. A medida que bajaba el nivel del agua, los chorros disparaban en seco, con lo que lanzaban unos surtidores verdaderamente espectaculares a lo alto. Luego el motor se paró y escuché una alarma electrónica a lo lejos. Espero que el coste de arreglar las bombas no haya sido excesivo.
Después de esto, me llevaron a una camilla cubierta con un plástico y una chica me untó el cuerpo, por detrás y por delante, con un chocolate bastante líquido y muy frío. Para que no te manches el bañador te dan un slip de usar y tirar (a las mujeres, un tanga) que es probablemente la prenda más antiestética que haya visto en mi vida (seguido muy de cerca por esas batas de los hospitales sin cinturón y abiertas por atrás, que sólo cubren lo de delante y no abrigan absolutamente nada). Una vez embadurnado, me cubrieron el cuerpo con el plástico como si fuera el sandwich que llevan mis hijos al colegio; igual que el sandwich, estuve un buen rato sin que nadie me hiciese caso. Al cabo de un tiempo en el que me aburrí, traté de dormir y no lo conseguí, vino la chica, me desempaquetó y me incorporé; tuve la sensación de ser negro el tiempo que tardé en darme una ducha para quitarme aquel emplasto.
Por último, vino un chico con acento extranjero, como del este o así (a lo mejor era un lugareño y sólo era amanerado) y me llevó a una especie de gimnasio de fisioterapeuta en el que me hizo un masaje no demasiado bueno. Supuse que como era un chico tenía que demostrar su virilidad dándome un tratamiento que no diese lugar a dudas, así que fue un poco demasiado enérgico para mi gusto. En otra ocasión, hace años y en el mismo sitio, recibí un masaje dado por una chica que logró provocar en mí la misma sensación que proporciona una inyección de heroína (con un precio fue también similar).
Después del tratamiento nos quedamos en las piscinas un rato, leyendo el periódico por primera vez tranquilamente desde que yo recuerdo. Sin embargo, al cabo de un rato comenzamos a estar incómodos. La temperatura estaba justo en la linde entre el confort y el que-te-pelas-de-frío, así que nos fuimos al ambiente de temperatura controlada de la habitación. Salimos poco, de la habitación. Y no volvimos a las piscinas.

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